Para Gustavo Conde
Porque este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre;
Él nos guiará aún más allá de la muerte.
(Salmos 48:14)
… Y mi ángel me encomendó este último trabajo. Bajo su influencia llegué a un país desconocido: este era un inmenso valle que comenzaba por el norte en un desierto, pero hacia el sur se tornaba verde y se llenaba de lagunas y ríos. Al principio era todo campo, campo hasta donde alcanzaba mi vista. Recorrí sucesivamente el bosque verde y azul, el bosque anaranjado fluorescente, y el bosque violeta de troncos siniestros. Al emerger de allí, después de andar cinco días, encontré una aldea calcinada. Y otra vez el campo infinito. Seguí andando durante semanas hacia las regiones frías. A pesar de la abundancia de tierra y alimento, no encontré una sola alma, sino solo ruinas y lápidas. Los bosques se volvían cada vez más pardos, luego cada vez más blancos. Más cerca del centro del valle, todo lo cubría una neblina gris. Vi restos nevados de granjas y pueblos, y cementerios; primero losas humildes dispersas entre la maleza, luego cuadras y cuadras de sepulcros y de entradas a catacumbas. Ya en el centro nevado del valle, grandes parques con mausoleos de diamante y cristal, bañados en ceniza.
Al atardecer del último día de mi viaje, desde la cima de una colina, vi la ciudad. Sus murallas, semejantes a castillos, contenían cuatro laberintos, cuyas calles parecían una escritura; los cuatro desembocaban en el Palacio. Bajé la cuesta y me acerqué; era el ocaso. Bajo la luna llena, los muros de mármol resplandecían como la escarcha, y sus almenas de plata me enceguecían. La gran puerta de cobre estaba entreabierta. De allí no surgía luz o sonido alguno, y no parecía haber nadie vigilando desde las atalayas. Asomé la vista para conocer la ciudad, pero su interior me pareció semejante a una caja vacía. Con fuerza abrí la puerta, y tras ella conocí la oscuridad total: no había límite entre el suelo y el cielo.
Me alejé y esperé hasta el amanecer. Cuando desperté, las murallas, que antes me parecieron de mármol, me parecieron ahora de arcilla. El hechizo de las tinieblas se había ido, y sentí la fuerza del ángel mío que me ayudó a continuar. Junto a la entrada de la ciudad vi ahora el rastro de una especie de placa, y en su relieve pude leer: Ba-Ar. Así que entré, ya sin miedo, a la ciudad de Ba-Ar.
Tras la entrada me recibieron dos legionarios apuntándome con sus lanzas. Eran, en realidad, estatuas de huesos, vigilando más allá de la muerte. Pasé de ellos y seguí.
Por un segundo creí que todo alrededor estaba hecho de tierra. Vi primero la avenida que partía la ciudad, bordeada por fosas que antiguamente fueron canales. Vi casas descascaradas con tejados puntiagudos, y tras ellas, cubriendo los horizontes, torres y castillos erosionados. Todo de un mismo color sepia, como si caminara sobre un pergamino antiquísimo.
La ciudad estaba llena de esqueletos. No pilas de huesos sino esqueletos de pie y como caminando. Como llevando cestas y tinajas, tirando de carros, conversando. Frente a una casa en un callejón distinguí la escena de unos niños que habían estado jugando a perseguirse. Dentro de la casa, un esqueleto les preparaba la comida, sosteniendo una cuchara de palo frente a una olla llena de polvo.
Quietud vacía y oscura. Ningún rumor de la vida, ninguna brisa, ningún otro color. Cuando anduve sobre uno de los puentes, me pareció que el río bajo este no era de agua, sino de vidrio. Mis pisadas más suaves se hacían estridentes.
Esa ciudad había sido rica y bulliciosa, como la ciudad en la que yo nací y de la que debí escapar. Vi templos enormes y postes sagrados, muchas tabernas, prostíbulos, almacenes, palacios. Todo vuelto un puro mausoleo. En algún momento doblé una esquina y me encontré en el portal del mercado central. El bullicio de la gente apretujándose, los gritos de los vendedores, el tintineo de monedas, los pollitos piando en sus jaulas, los caballos relinchando, los padres diciéndoles a los niños que no les soltaran la mano… Pero ese instante de música era una invención de mi cerebro angustiado. En el presente, veía esqueletos posando como si vivieran, en el fondo de un océano de silencio.
Seguí vagando hasta el anochecer. Recordé que la ciudad se volvería un claustro negro; entré en una casa vacía y cerré la puerta. Me senté en el suelo apoyando la espalda contra una pared reblandecida, y allí me quedé mirando una ventana a mi derecha. Parecía que una masa negra, primero tenue, luego espesa, iba cubriendo las casas y las calles. De pronto, todo negro y silencio.
Pasaron algunas horas. Me sentí despertar al escuchar un retumbo lejano, y al mismo tiempo un fluir tenue, muy cerca de mis oídos. Palpé mi pecho: el retumbo era mi corazón. Y ese fluir, el fluir de mi propia sangre. Empecé a tener visiones. Primero se me apareció un ser sin forma; yo sabía que me miraba, aunque no tenía rostro. Al pestañear, vi una casa de madera; era tan antigua, que la putrefacción poco a poco le doblaba los muros, y crujía mientras colapsaba sobre sí misma, y el crujido de esa madera era un suspiro humano y un llanto. Me sacudí, pero no pude escapar. La casa cayó, y detrás de ella vi un paisaje de montañas pálidas, montañas que habían muerto. Entre sus cráteres vi brazos y piernas congelados, y a veces, dedos que se retorcían por el dolor agudo de la mutilación.
Me salvó del sueño un punto de luz blanca en el techo, o lo que tal vez era una estrella en el cielo. Dejé de escuchar mi corazón y mi sangre, y volví a la quietud. También sentí muy cerca, casi junto a mi mejilla, un aliento frío. Alguien se había sentado junto a mí.
Todavía en la total oscuridad, el ser me tomó de la mano y me hizo poner de pie. Comprendí en seguida, y no me resistí. Sin soltarme, empezó a llevarme a través de la casa. Oí abrirse una puerta; bajamos por una escalera y recorrimos una serie de túneles. Salimos hacia una cripta; del humedal del suelo subía un hedor espantoso. No podía oír nada, pero allí flotaba un sentimiento de anticipación. Al extremo opuesto había una escalera de hierro que daba hacia otra puerta. Estaba sellada por un hechizo en una lengua muerta; no la conocía, pero tenía ciertos vagos parecidos con la mía. Invoqué a Tiempo, a Fuego, a Oscuridad; ninguno respondió. Durante horas medité, junto al ser, soportando la omnipresencia de la muerte en el aire y en nuevas visiones, de las que no debo hablar. Puedo revelar, sin embargo, que estas me recordaron aquello que, con ciega desesperación, me impulsaba a viajar: invoqué al Hado. El hechizo se rompió.
Abrí la puerta. Atravesé un largo pasillo de roca luminiscente, pintado a los costados con escenas de rojas guerras, de purpúreas coronaciones, y de negros viajes al Seol. El pasillo subía y se ensanchaba, hasta desembocar en un portal de piedra lisa, cuyos pilares habían sido tallados con signos zodiacales. Tras él, estaba el final de mi camino.
Por un momento no fui capaz de entrar: la cámara era idéntica a la de tantos sueños. Antes de llegar a ver nada, sentí un aroma como de flores y miel.
El salón estaba presidido por un trono de hierro oscuro al final de una ancha escalinata, cubierta por una alfombra vinosa. Sobre el respaldo, extendía sus alas un águila demoníaca, también de hierro. Allí sentado, el Rey de Ba-Ar vigilaba sus tesoros. Del techo colgaba una lámpara hecha de blanco diamante, incrustada con rubíes. La alfombra que iba desde la entrada hasta el fondo estaba dominada por seis pares de pilares de mármol. Por entre estos, a cada costado de la alfombra, estaban los cofres de cristal, cada uno alineado bajo el haz de uno de los rubíes. Allí estaban guardados el oro, la plata y las piedras preciosas. Sobre ellos, los ídolos y los utensilios sagrados de los altares, junto con los rollos revelados. Todo aquel era el saqueo de las ciudades vencidas por el reino de Ba-Ar. Las parede, estaban cubiertas con frescos. En el primer panel de la pared izquierda (aunque la memoria se confunde con el sueño), vi una secuoya que crecía de la blanca ceniza, rasgando las nubes. A la derecha, vi un ángel risueño en el lecho de muerte. En el techo, la ciudad de Ba-Ar, cuando estaba viva. Dispersas en las columnas, escenas de una guerra entre fantasmas feroces y demonios que sollozaban. Los azulejos del piso eran profundamente negros, y estaban pintados en tinta dorada con párrafos de aquella lengua muerta. Sentía flotar una música transparente, apenas sugerida.
El Rey, desde el fondo, cerró los ojos y dijo:
—A esta hora vienes a atormentarme.
Su voz era como el susurro de una muchedumbre. No se me permitió huir. Caminé hacia él; una sombra me seguía de cerca. El Rey me miraba. En su rostro no había sorpresa, pero sí expectación.
Tardé apenas unos segundos en llegar a él; en ese lapso, sobreviví todas las eras del reino. Cada dinastía, cada profeta, cada mendigo que pisó Ba-Ar me miraba desde las paredes. La música aumentó en intensidad. Una vez frente al Rey, lo miré unos momentos. Él miraba detrás de mí, allá lejos, en el punto exacto donde no hay nada. Saqué mi espada y de una tajada le corté el cuello, y un aliento frío pasó junto a mí. Los ojos del Rey parecieron darse cuenta de algo, y movió el labio inferior. Se volvió a mirarme un instante fugacísimo, y creí distinguir un sentimiento en su rostro, pero en seguida quedó inmóvil. Según mis órdenes, no le cerré los ojos.
Me di la vuelta y vi una muchedumbre de fantasmas, parecidos a nubes de brasas ardientes, agolpándose hacia la salida. Del techo empezó a gotear sangre y grasa, y las paredes y los pilares comenzaron a derretirse. Mi ángel se apartó de mi lado. Corrí por entre la multitud hacia la salida; al tocarlos, me cubrieron de ceniza y de una extraña tristeza, un sentimiento parecido a la vejez. Entramos de nuevo en la cripta; a la luz del fuego, vi que sus tumbas eran opulentas, desvergonzadas. Los muertos se levantaban de la tierra y se arrastraban por el suelo y las paredes. Marchamos junto con las reverberaciones del pasado en la forma de gritos y de susurros insistentes. Cuando salimos, en las calles todo ardía. Los fantasmas eran nubes de fuego y llenaban el horizonte, pero discurrían hacia el centro de la ciudad, frente al palacio real.
Yo estaba a punto de morir. Volví a correr; los muertos que antes vi eran arrastrados por la tormenta: los legionarios de la puerta, la gente del mercado, los niños que habían estado jugando a perseguirse. Tras ellos venía una marea de lamentos y de risas, y susurros, susurros. Entre ellos creí distinguir mi nombre alguna vez. Encontré la avenida que partía la ciudad, y justo antes de que me arrastraran las almas huracanadas, de un salto atravesé el portal, y caí sobre la hierba, fuera de la ciudad. Los muros de mármol temblaban, fulgían al rojo vivo, se desmoronaban. Me levanté chamuscado y ahogado, y de nuevo eché a andar. Miré hacia atrás varias veces, antes de caer rendido.
Desde el interior de las murallas subía el incendio de almas centelleantes, nubes de humo sanguinolento de las que llovían cenizas de sufrimiento. Por momentos me pareció oír que los fantasmas cantaban. Era aún de noche, pero la ciudad brillaba con tal fuerza que parecía que estaba amaneciendo.
Mientras duró esta luz, la ciudad se fue consumiendo como una monstruosa vela. Llamé al ángel mío; nunca más me respondió.
Cuando el último de los cautivos subió al cielo, dejó tras de sí una estela de carbón que fue cayendo poco a poco sobre las ruinas. Esperé hasta estar seguro de que podía acercarme. De la inmensa ciudad ya no quedaban más que piedras negras, difíciles de reconocer. La vaga tristeza que sentí se desvaneció de mi pecho, y en su lugar sentí crecer una fría caverna. Detrás de las ruinas, se acercaba el verdadero amanecer; pacífico, inocente.
El último rey, de Alfred Kubin |
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