Luis no lo fue a buscar; a lo mejor había conseguido algunas monedas y al fin comerían algo, ojalá. Se quedó olfateando unos restos, pero echó a correr cuando vio que el sol ya tocaba el horizonte. En un pasaje, unos vagabundos ebrios lo llamaron con silbidos y palmadas para darle un mendrugo. Doblando por una esquina, un caballo flaco y de ojos neblinosos, que tiraba de un carro destartalado, casi lo arrolló. Cuando llegó a la calle de tierra en que vivía, salía la luz de las hogueras por las ventanas y por las grietas en la madera de las casas. Meó el único faro que había y trotó sonriendo hasta su casa. La puerta estaba abierta y Luis tirado con una botella rota al lado. El piso estaba mojado, el olor a vino estaba mezclado con un algo podrido, expirado bajo el sol. Caminó en círculos y se hizo bolita a su lado. Un baño en el río no los mataría. Qué tedio ir a buscar cabezas de pescado al puerto para volver con el hocico vacío y después ni recibir las buenas noches. Qué sueño.
La noche pasó serena, paralizada. Al otro día, Luis no se despertó; los vecinos reclamaron por el olor, y en la mañana se lo llevaron los que recogían la basura.